lunes, 7 de junio de 2010

Hasta el ocaso de la Red

Debe considerarse que el siguiente texto está adaptado para la comprensión humana.
Las reglas de pronunciación de los nombres son:
- Todas las letras que estén antes de la “h” no se pronuncian, como tampoco la “h”. Si adelante hay cualquier otra cosa, eso es lo que se pronuncia. La “h” nunca puede ser inicial de una palabra, y tampoco puede ser escrita en mayúscula.
- La “q” suena como “k”.
- Si después de la “d” hay un apóstrofe (d’) se pronuncia “de”, al igual que con cualquier otra letra (ejemplo: K’=Ka. J’=jota, y así sucesivamente).


Hasta el ocaso de la Red.

Salí de mi casa. Me iba a lo de un amigo. Pero, fueron a mi casa. Y me golpearon. Me llevaron a un edificio grande. Ahí me soltaron. Me llevaron a través de innumerables pasadizos, hasta llegar al cuarto. Ese gil que me rompía las bolas antes que el aparato de descargas existiera. Bueno, en realidad él lo inventó. Me pregunté qué querría decirme.
—“Qáahos”, o como se diga, tengo que juzgarte por cargos impensados en mi utopía. Menos en esta época. Después de que mi máquina apareciera en la vida de todos, nadie descargó sus turbaciones internas en perjudicar a otros, sino en mi invención, que convertía las mismas en energía para vivir sin la necesidad de crear…
—Debí haberlo imaginado. Vos y nadie más podría haber sido tan descortés de traerme acá a la fuerza ¿Sabés qué? Nunca usé tu maquina de mierda, no la necesito. Sos un forro. Además, estoy harto de hacer lo que los demás esperan de mí. Quiero que por una vez me dejen en paz y libertad—por sus caras, supe que estaban horrorizados por mi insurrecto monólogo, mas no me iba a rendir tan fácilmente. Decidí ponerle un poco de sarcasmo a la última oración, que me mandaría al destierro, a un lugar que sea como yo quisiera—. Pero no, porque tengo que pedirle permiso al “Gran Inventor” para pensar en un espacio en donde pueda estar solo y tranquilo.
—Bien, bien. Entonces te voy a mandar a donde vos me lo pidas, con tal de que nunca vuelvas a interferir con nuestra tranquila vida. Déjenlo meditar y mándenlo a donde sea que esté su lugar. Que haga lo que quiera. Pero, primero impongan leyes entre nuestro mundo y el que de su imaginación salga. Que nunca se crucen.
Me llevaron a una respetable distancia. Me soltaron. Me obligaron a crear un vacío separado de mi cosmos de origen, y me hicieron entrar en él. Luego, para asegurarse de cumplir las órdenes de su jefe, encerraron ese vacío en una red de pensamientos, que solo podía romperse cuando ideas más puras necesitaran traspasar la frontera.
Me obligué a mi mismo a concentrarme en cosas, para entretenerme, porque de no crear, mi cabeza explotaría. Esa era la única regla que a mi raza le fue impuesta. Pero este maldito nos obligó a que las cosas fueran “soltadas” dentro de un límite, y así mantener el orden en todos los multiversos. Para hacer que algo exista desde tus propios pensamientos en cualquier otro aspecto, se tenía que solicitar un permiso. Y hasta que no te lo daban, no podías hacer nada.
Idiota.
Solo, en aquel espacio, me propuse a comenzar.
Primero, quise crear algo que fuera totalmente distinto a mí; creé la energía. La diferencia más destacable entre yo y mi primer pensamiento en el nuevo vacío, era que ella podía contenerme a mí. Y yo, no.
La segunda, el tiempo. Eso fue un tanto estúpido de mi parte. Además, no era yo el dueño de esa idea, sino mi amigo, “Xhaz-har”, al que iba a visitar ese día. Me pareció estúpido desde que él lo mencionó, pero en otro sentido, le daría otra perspectiva al mundo.
Lo tercero y último fue la materia. No fue difícil, creé 1928374650 partículas que se combinarían entre sí para formar otras más grandes… y las copié. Así hasta ocupar la mitad de mí, si tuviera forma física de acuerdo a las leyes de mi reciente hogar, que esas marionetas de ese sujeto habían impuesto. Les di dos propiedades: a algunos, que se pudieran combinar, dividir, y multiplicar hasta llegar a tocar la frontera; y a otros, que pudieran tener vida, es decir, que funcionen por sí mismas, y que no dependan de lo que yo haga.
Luego me senté a observar mi obra. Cuando mi capacidad de abandonar un pensamiento y dejarlo libre sea insuficiente para mantenerme, quiero que los descendientes de la materia viva lleguen a tener suficientes pensadores como para romper la red de pensamientos y darle una lección a ese maldito de “Ohórd’n”.